Luis Gordillo (Despaisajeando, 2003)
Carmen Laffón, Luis Gordillo, Fernando Zóbel, Guillermo Pérez Villalta, Teresa Duclós, Carlos Pérez Siquier, Ignacio Tovar, Miki Leal, Curro González, Florencio Aguilera, Joaquín Sáenz, José Luis Mauri, Ricardo Suárez, Félix de Cárdenas, Bernardino de Pantorba, Gonzalo Puch, Paco Molina, Paz Pérez Ramos, Alejandra Freymann, Juan Romero
Lugar: Sala José Caballero, Huelva
Organiza: Fundación Cajasol
Del 25 de noviembre de 2015 al 30 de enero de 2016
Comisario: Sema D’Acosta
Como género autónomo, el paisaje se constituye tarde. Será en la pintura barroca holandesa cuando comience a verse como motivo principal y no sirviendo de fondo a una escena o retrato. De hecho, esas vistas marinas iniciales que de inmediato alcanzan también a la vida en la ciudad y el campo, se convertirán pronto en un tema recurrente que se extenderá por toda Europa. Su evolución fue rápida, alcanzando su cénit en el siglo XIX, un periodo en el que los artistas se vuelcan en la interpretación de la Naturaleza y rompen decididamente con la tradición. Primero, exaltando los sentimientos y los valores asociados a él a través del Romanticismo; luego con las nuevas corrientes que incitan a pintar fuera del estudio. Bien al modo realista que promueve la Escuela de Barbizon encabezada por Corot o según los efectos de la luz y el movimiento que auspiciaron los Impresionistas. En Andalucía tal como destaca Juan Fernández Lacomba, existió un pródigo desarrollo de este tipo de cuadros, cuyos ambientes costumbristas cautivaron a los viajeros extranjeros. El culmen será la Escuela paisajista de Alcalá de Guadaíra promovida por Sánchez Perrier en Sevilla.
Naturalismo, postrimerías del plein-air
La herencia decimonónica caracterizada por el plein-air, perduró en nuestra comunidad autónoma durante varias décadas del siglo XX sin variaciones significativas. La obra de Bernardino de Pantorba, seudónimo del investigador, divulgador y crítico de arte José López Jiménez (1896-1990) del que poco se conoce sobre su faceta de pintor naturalista, una vertiente mucho más desapercibida que sus escritos y libros, es un ejemplo palmario de este tipo de trabajos, más preocupados de recrearse en la felicidad de la representación que de ahondar en el significado de lo que contempla. El estallido de la Guerra Civil (1936-1939) supone un punto de inflexión que rompe de manera abrupta el optimismo que caracterizaba estas imágenes alegres y despreocupadas. A partir de entonces, el género vive una etapa difícil acentuada por el aislamiento del país y la desesperanza que inunda el contexto.
El cambio de paradigma
El cambio de paradigma se produce cuando emerge una nueva generación de pintores a mediados de los años cincuenta que encuentra un camino propio para reivindicar la mirada a través de lo cotidiano. Su objetivo era distanciarse del academicismo, reaccionar contra los clichés que se imponían en las Escuelas de Bellas Artes. Autores fundamentales de esa eclosión serán Carmen Laffón (Sevilla, 1934), Teresa Duclós (Sevilla, 1934) y Joaquín Sáenz (Sevilla, 1931).
Precisamente la obra que inicia esta exposición es un exquisito lienzo (Muchacha de espaldas, 1957) de Carmen Laffón que condensa todas las virtudes de este nuevo periodo. Sobre el dintel de una ventana o puerta, observamos una joven de aspecto delicado ante el paisaje. La elegante figura está resuelta con sutiles y delicados gestos como una mano apoyada sobre la cadera, el moño del pelo deshecho, las arrugas de la blusa o el estampado del vestido. De alguna manera, este cuadro podría interpretarse en clave autobiográfica, como si esa mujer elegante de cuello estilizado fuese la propia Carmen soñando ilusionada ante su futuro, un camino por recorrer que se pierde en una insinuada arboleda de pinos. Curiosamente, este paraje comparte semejanzas con el entorno del Coto de Doñana en la desembocadura del Guadalquivir, el sitio donde sus padres poseían una casa que ella todavía hoy conserva. Incluso el formato y el modo de aislar la silueta en primer término y dar profundidad a la escena resultan atrevidos, acentuando la presencia de la protagonista con dos sólidas bandas de color, una lateral y otra inferior, cuya irregular unión crea un sutil escorzo que nos lleva fuera de la casa. Joaquín Sáenz sintetiza con sus pinturas un nuevo modo de atender la observación del natural sin caer en lo convencional ni lo anecdótico. Mas bien al contrario, evita elementos superfluos para, tal como señala Díaz-Urmeneta, encontrar el equilibrio entre la medida exacta y la emoción. Algunas de sus primeras escapadas eran a la carretera de Utrera, donde él mismo comenta que todavía había en los años setenta olivares y campos de trigo (Camino de Utrera, 1970). Teresa Duclós pasa mucho tiempo en la finca familiar de San Bartolomé de la Torre donde se crió, entre Gibraleón y Cartaya, un pinar al que vuelve de forma constante a lo largo de su trayectoria. Ya desde el principio su mirada permanece atenta a la sencillez de lo próximo buscando exaltar el misterio de lo ordinario (Las Chozas de Caneli, 1967). Su pintura es densa y pausada al mismo tiempo, silenciosa y recóndita. En los tres, resulta fundamental el carácter manso y apacible de los lugares cercanos al mar.
También en este periodo empieza a destaca otra figura como José Luis Mauri, que se enfrenta a la contemplación de la geografía autóctona desde una posición personal. Su interés se centra especialmente en rincones pintorescos y las circunstancias espontáneas que rodea a los entornos rurales, algunos de ellos de la costa onubense como la pieza seleccionada (Paisaje de dunas, 1970). Aunque esta es una obra más concisa y concentrada, una singularidad de sus cuadros de los años sesenta es que aparecen poblados de personajes de impronta naif, seres filiformes que avivan la composición.
En un momento en el que lo transgresor y señalado como moderno parecía que era volcarse en la abstracción, Carmen Laffón, Teresa Duclós, Joaquín Sáenz y José Luis Mauri tomaron la senda de la figuración. A los cuatro, de una u otra manera, les unía también el maestrazgo de Miguel Pérez Aguilera.
En estas décadas en Huelva, una provincia alejada de los núcleos pictóricos de relevancia, emerge un pintor autodidacta como Florencio Aguilera (Ayamonte, 1947) que sigue la estela de su padre. Su buen entendimiento del color y la composición, sumado a su facilidad para la pincelada, le permiten dominar el cuadro y concebir obras espontáneas y luminosas, en su mayoría parajes cercanos a su pueblo de origen.
Realismo mágico
Este pequeño apartado de la muestra, donde aparecen de nuevo Carmen Laffón y Joaquín Saénz, quizás los paisajistas más genuinos y representativos del elenco seleccionado, nos sirve para atender con mayor perspectiva el desarrollo de sus carreras. Inscritos en lo que se ha denominado Realismo mágico, ambos comparten la capacidad para dotar de un lirismo particular escenas cercanas y familiares. A partir de este intimismo inspirado en aspectos del entorno con los que cada uno se siente identificado, Laffón ha ido acrisolando su estilo hasta convertir las referencias a la Naturaleza en poderosas insinuaciones mentales de gran intensidad estética (Vista del Coto, 1992). Esa abstracción de la luz, apenas definida por un horizonte, el brillo solar y su reflejo en el agua, sirve también a Sáenz para apuntar el ocaso de un día cualquiera (Plateado atardecer, 1997).
El paisaje como memoria personal
Hay autores para los que la representación del paisaje es una ilusión, mera interpretación personal de algo visto y luego regurgitado según un lenguaje propio. Es el caso de Miki Leal (Sevilla, 1974), cuya obra se desenvuelve en el terreno de las evocaciones, una demarcación inexacta donde lo concreto pierde sus límites y se vuelve esponjoso. Inmerso en este lugar indeterminado, el artista recupera recuerdos de sus viajes que emergen a destellos sin orden aparente. A veces esas alusiones son literales, otras una extraña ensoñación. Las pistas son recopiladas en los sitios más insospechados, en este caso un merendero de la Riviera francesa mientras observaba un hombre acodado en una mesa. El dibujo abocetado del natural, de vuelta en el estudio se convierte en un personaje ensimismado ante una especie de confín de formas sugerentes (Le promenade, 2009). Realmente, cuando la realidad se confunde con la imaginación, la mirada del pintor es lo único determinante. De forma parecida, Curro González (Sevilla, 1960) hace suya una vista desde la carretera que mezcla en un espacio imposible elementos de interior y exterior (Como unas greguerías de La Habana. El cuerpo intangible del arco iris, 2000). Ambos autores se fijan con igual atención en los sucesos extraordinarios y los ordinarios, en lo popular y en lo intelectual, en lo inmediato y en lo inaccesible. Su eclecticismo no discrimina motivos. Se dejan llevar por la emotividad que desprende aquello que observan, priorizando sólo en función de sí mismo y las necesidades plásticas de la obra.
Desde el punto de vista del artista, el paisaje son imágenes extraídas de la memoria, interpretaciones de experiencias acumuladas, balsas de recuerdos. Tal ocurre con los tres pequeños grabados de Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, Cádiz, 1948), instantáneas de un pasado gozoso donde el disfrute de los días se mezcla con el lugar donde se compartieron esas vivencias. Las minúsculas escenas, de apenas unos centímetros, subrayan el valor íntimo de este diario de imágenes, un acercamiento al entorno como sustancia indicadora de quiénes somos y qué hacemos, sitios que rememoran circuitos de actuación y pertenencia de una época feliz y lejana.
El inconfundible estilo naif de Juan Romero (Sevilla, 1932) ha tenido en la representación de la Naturaleza, sobre todo árboles y jardines, uno de los ejes principales de su extensa trayectoria. De aparente ingenuidad, sus universos coloristas seducen con rapidez al espectador, que queda atrapado en un sinfín de elementos fantasiosos de múltiples formas y colores (Jardín becqueriano, 1985-90). Tal como reseña Fernando Martín, su obra refleja plantas y flora de un Edén o paraíso oculto provenientes de una fértil imaginación.
Despaisajeando
Una de las miradas más agudas a la hora de sintetizar un paisaje es la de Fernando Zóbel (Manila, Filipinas, 1924 – Roma, 1984), artista fundamental capaz de reducir a lo esencial el concepto de aquellos lugares en los que se siente reconocido, en su caso sobre todo el río Júcar a su paso por Cuenca, motivo en el que persevera desde el verano de 1971 hasta la fecha de su muerte. Como si realizase un poema minimalista, su lírica se apoya en imperceptibles líneas ortogonales que, al modo de selectas notas sobre un pentagrama, resuenan lo justo para desprender una aguda belleza. También un río inspira y motiva el trabajo de Ricardo Suárez (Sevilla, 1969) que reivindica con firmeza la vega del Guadalquivir donde se crió como un modo de respetar y amar aquello que somos. Es tan exhaustivo su examen que las formas de la ribera se fragmentan y desordenan como si la pintura se tratase de un puzle, un modo de interpelar al observador para que examine con curiosidad las texturas de cada cuadrícula atendiendo cada detalle por separado y de forma descontextualizada.
A mediados de los años noventa, Gonzalo Puch (Sevilla, 1950) da un giro radical a su carrera y empieza a trabajar con fotografías; Máquina paisaje (1997) es una muestra de la nueva senda por la que se aventura. Su aprehensión de la Naturaleza es crítica, un telón de fondo que le sirve para abordar asuntos que van desde la degradación medioambiental hasta las difíciles e incongruentes relaciones del hombre con el entorno. Un árbol de ciudad es tratado aquí como un volumen encapsulado al que tomasen medidas, diseccionando el espacio que lo rodea de forma racional para establecer un análisis o control de su perímetro.
El nombre que da título a esta sección corresponde con una fotografía de Luis Gordillo (Sevilla, 1934), autor de prolija producción y larga carrera que se rebela contra la visión ortodoxa de unas ramas otoñales desde la ironía, como si quisiera reafirmar la imagen de un paisaje a fuerza de negarlo. La obra es rara, incluso puede resultar agresiva, generando una especie de extrañamiento cuya vehemente superposición de trazos no deja claro si quiere impedir la visión o reforzarla.
Hacia / desde la abstracción
El paisaje también puede ser una cuestión mental que, desprendiéndose de cualquier rasgo reconocible, apela al espíritu y las emociones. Robert Rosenblum fue de los primeros en encontrar una relación entre la exaltación que provoca la pintura abstracta norteamericana (Mark Rothko, Barnett Newman, Clyfford Still, Jackson Pollock) y la tradición del romanticismo nórdico. Sumidos en las ansiedades y paradojas de nuestro mundo actual, a veces aquello que vemos puede expresarse mejor con sentimientos que con testimonios de semejanza.
La pintura, que es reflexión, recorre un camino de ida y vuelta en este discurrir hacia lo paisajístico desde la abstracción. Hay autores a los que la pausa con la que afrontan su obra los lleva a la observación detenida de las cosas que ocurren a su alrededor, caso de Ignacio Tovar (Castilleja de la Cuesta, Sevilla, 1947) o Paz Pérez Ramos (Cazalla de la Sierra, Sevilla, 1946). En un momento determinado a mediados de los años ochenta, las formas no figurativas de Ignacio Tovar acabaron transformándose en casas, un lugar que es refugio y al mismo tiempo hogar. Desde la ventana del coche, sobre todo en sus viajes a la casa de veraneo en La Antilla, observaba y pensaba sobre esas construcciones aisladas, algunas semi-derruidas, que salpicaban ambos lados de la carretera antes de llegar a la playa de Lepe. Por su parte, las composiciones de Paz Pérez Ramos, hechas con trozos de cartulina troceados a mano, toman como punto de inspiración la serena sencillez de la Naturaleza. Apenas le bastan unos pocos ingredientes para hacernos imaginar una vista montañosa.
Una figura clave para entender el cambio artístico que vive Andalucía en los años setenta será Paco Molina (Madrid, 1942- Sevilla, 1993), activista cultural y comisario de exposiciones, al mismo tiempo que pintor. Su obra propone un tipo particular de paisaje donde se han sustraído todas las referencias a la realidad. El espectador logra ubicarse cuando halla una línea yacente que traduce como horizonte, una estructura mínima, primordial en nuestra comunicación con el medio natural e indispensable en el modo de representar el género a lo largo de la Historia. También estas asociaciones especulativas sirven para descifrar los cuadros de Alejandra Freymann (Xalapa, Méjico, 1983), atractivos campos de color que convertimos en paisajes sólo en nuestra cabeza. Realmente, interpretamos estas suntuosas bandas azules como territorios transitados por el hombre debido a la pequeña figura que aparece en una esquina, una minúscula epifanía que transmuta por completo el sentido del cuadro desde lo incierto a lo concreto.
Carlos Pérez Siquier (Almería, 1930) se adelantó a la mirada fotográfica de su tiempo y fue uno de los pioneros en el uso de la película a color en Europa. Sus instantáneas parecen formar parte de la era digital tanto por ejecución como por contenido. En ellas, renuncia voluntariamente a la concepción figurativa de la imagen y centra su interés en una suma de sensaciones complejas derivada de las posibilidades compositivas. Muchas de sus fotos son casi planas y retratan intencionadamente muros o paredes, superficies que al carecer de profundidad, anulan la perspectiva para convertirse en una mezcla de formas, líneas y tonos. Su obra refleja como ninguna otra el cambio radical que supuso para España pasar de la difícil época de la autarquía, gris y cerrada, al posterior periodo aperturista que significó la llegada masiva de turistas extranjeros a nuestras playas.
Tal como reseña Paco del Río, los cuadros de Félix de Cárdenas (Sevilla, 1950) transmiten esa experiencia de lo primordial que Cézanne demandaba para la pintura de paisaje. Sus series sobre embarcaciones en el Guadalquivir (Barca hundida, 1995), las más representativas de su trayectoria, inciden de forma intensa en un mismo asunto que explora con obsesión desde finales de los ochenta. En este trabajo se potencia la relación entre fondo y figura al destacar el contorno del motivo principal como un espacio evanescente, casi etéreo, que sostiene con liviandad una mancha al borde de lo ininteligible. El pecio hundido condensa la inquietud de un momento de expiración, la huella de un tiempo a punto de desaparecer. Sin duda, la pérdida a finales del siglo XX de un oficio ancestral como la carpintería de ribera significa el fin de una época, siglos de entendimiento en los que el hombre miraba hacia el río de forma contemplativa con respeto y admiración.